Dibujo de Uma.
Hace más de un año empezó en México un confinamiento debido a la pandemia mundial por la enfermedad de COVID-19 (nuestra cuarentena eterna). En mi red de parentesco básica, habíamos logrado no contagiarnos de este bicho del mal que tantas muertes ha cobrado; pese a ello, falleció el amoroso abuelo de Uma (mi sobrina) y un tío, lo cual aumentó nuestro miedo por contraerlo. Esto cambió el 15 de febrero, cuando empecé con síntomas de gripa, los que normalmente tengo cuando me enfermo: dolor de garganta, de cabeza, tos, flujo nasal; pasaron los días y aunque no mejoraba, tampoco empeoraba, hasta el viernes 19 de febrero cuando perdí el olfato, un síntoma claro de COVID-19. Al día siguiente, nos fuimos a hacer la prueba PCR y salí positiva, igual que Ale, mi novio.
Lo primero que pensé fue: ¿Quién me va a cuidar? Ya no está mi mamá, quien era la que mejor sabía hacerlo, ¿a quién más contagié? Sentí cómo la tristeza me invadió por completo. Por desgracia, días después, mi papá resultó positivo; a sus 70 años sospechábamos que no la iba a pasar tan bien. Mi hermano también dio positivo. Por suerte, esa semana vi poco a mi hermana, a mi cuñado y a mi amada Uma quien, por cierto, a veces me dice “mamá”. Nos aislamos en la casa de mi papá, cada quien en un cuarto, mi hermano hizo lo mismo en su departamento.
Después de pensar lo peor, sabíamos que debíamos actuar y nos armamos de nuestro kit: un oxímetro y un termómetro digital ya que, por recomendaciones de mi amigo Ge, era “el bueno”. Además, recurrimos a un equipo de paramédicas que atienden COVID quienes nos recomendaron tomar vitaminas y unos medicamentos para disminuir, un poco, nuestra carga viral. Más tarde, consultamos a nuestro médico de cabezera, mi amigo Tomás, el único médico que, cuando mi mamá enfermó, no la redujó a una cifra más; su acompañamiento desde ese momento ha sido y es muy amoroso. Nos dijo que mantuviérmos la calma, que nos hidratáramos, comiéramos bien y monitoreáramos nuestros signos: la oxigenación, la temperatura y cualquier cambio que hubiera en nuestros cuerpos. Atendimos de igual manera a recomendaciones de amigas que ya habían pasado por la enfermedad, lo cual ayudó mucho.
Fue difícil explicarle a Uma (por medio de audios del celular) que no sabíamos dónde ni quién nos contagió pese a todos los cuidados que teníamos, como estar confinadas en casa; si salíamos a hacer compras, el uso de cubrebocas, gel antibacterial, etc. Pero lo que sí le hicimos saber fue que, quien lo hizo, no quería hacerlo. Al inicio tuve mucha culpa, pero Ale me recordó que, finalmente, se trata de una pandemia y era probable que esto pasara.
Los días seguían transcurriendo y la segunda semana fue la peor, Ale empezó y lo seguí yo con fiebre, bajas en la oxigenación, pero sobre todo, mucho dolor de cuerpo. Llegué a pensar que no lo iba a lograr, eran unos espasmos y sentires que no había experimentado antes, fue horrible, por decir lo menos. Días después, mi papá agravó, su saturación bajó a menos de 80. La horfandad es de lo más duro que he vivido, vivir sin mi mamá es muy difícil. Ahora no me podía quedar sin papá. Todas las noches lloré un poquito para que las lágrimas no se acumularan.
Después de esos días, vino un cansancio abrumador, mi papá seguía empeorando: más oxígeno, más medicamentos, más visitas de los médicos, más análisis de laboratorios, más tés, más baños de hierbas, más rezos y menos horas de sueño para mí. Mi hermana, mi cuñado, Uma, mis amigas y amigos nos seguían cuidando: mandaban comida, hierbas, mensajes, cartas y dibujos de amor, buenas vibras, cadenas de oración, pero había días en que no quería saber nada, sólo quería que el bicho se fuera de mi cuerpo, de nuestros cuerpos. En todo este tiempo, lo más difícil fue poderle asegurar a Uma que no nos iríamos a las nubes.
Semanas después de todos los cuidados que nos dimos y nos dieron, por fin el bicho salió de nuestros cuerpos, ahora falta lidiar con las secuelas.
Ya me sentía afortunada por la pequeña gran familia que tengo y que nos hemos encargado de construir (mi hermana, mi hermano, mi papá, mi sobrina, mi novio, mi cuñada, mi cuñado), además de mis amigxs y mi actual empleo, donde mis colegas y alumnxs estuvieron al tanto y esperaron sin presiones; ahora solo corroboré que es donde quiero estar. Al mismo tiempo, esta enfermedad hizo que recordara mi lugar privilegiado en este mundo lleno de desigualdades, que concibe los cuerpos de cierto sector de la población como desechables; vidas que si se pierden no “merecen ser lloradas”, como dice Butler.
Mi vida no será la misma, parece que es un proceso largo; me siento más lenta, sigo sin saborear la comida y sin oler, lo cual es difícil para mí porque conozco (conocía) el mundo a través del olfato, lo cual tendrá que cambiar, al menos por un tiempo, esperemos que no para siempre. Aprendí a inyectar, a cocinar y a cuidar, mientras me cuidaba también. Espero pronto poder abrazar a mi gente y perder el miedo a enfermarnos de nuevo, ya que no sé si bajo otras circunstancias menos privilegiadas, hubiéramos sobrevivido.
Como ecofeminista constructivista, apelo a la necesidad de poner los cuidados en el centro de la vida, que no recaigan exclusivamente en las manos de mujeres quienes, históricamente, han sido las encargadas de ellos. Tenemos que seguir construyendo redes de apoyo, de amor y de cuidados, las cuales me sostuvieron en la enfermedad. Necesitamos pensar en otras formas de organización y cuidados que sostengan la vida. Hay que aferrarnos a seguir construyendo un mundo sin desigualdades, donde la salud y la vida dignas no sean un lujo, sino que sean lo que son, derechos obtenidos a través del tiempo por múltiples luchas. Sigámonos cuidando.