Opinión de José del Tronco Paganelli
La pandemia de Covid 19 ha generado cambios significativos en el comportamiento de las personas. Padres y madres, en general, no han podido ir a trabajar y durante las mañanas han acompañado a sus hijos en las tareas escolares. Esto implica compartir de una manera más intensa un espacio –escolar- y otro espacio –el del hogar- que muchas veces no es grande y no está preparado para ello. Asimismo, aumenta la intensidad de las labores domésticas, hecho que se traduce en falta de tiempo para las ocupaciones personales. En ocasiones, esto genera cansancio, zozobra y frustración.
El cansancio, la impotencia y la frustración resultante son factores que suelen aumentar la probabilidad de conductas violentas, porque no siempre contamos con las habilidades y herramientas necesarias para manejar nuestras emociones de forma saludable, para nosotros y para quienes nos rodean. La violencia es por lo general, un grito de ayuda. Pero como no sabemos o podemos pedir ayuda, reaccionamos con enojo, indiferencia, y en los casos más graves, con golpes, insultos o juicios despectivos.
La violencia es un fenómeno complejo, con muchas caras. Mas allá de los factores comunes que la generan –falta de habilidades socio-emocionales, desigualdad de poder, cultura que tolera las conductas abusivas, e impunidad-, las formas que adquiere la violencia están moldeadas por los ámbitos específicos donde se desarrollan.
En el caso de las familias en las que las mujeres tienen un rol predominante en las labores domésticas y donde la desigualdad de género es manifiesta al interior del hogar, la violencia adquiere formas tanto sutiles (no colaborar en las labores domésticas, no respetar los tiempos de ocio de todos los integrantes) como explícitas (denigrar, subestimar y cuestionar) a quien/es asume/n la responsabilidad de las labores de cuidado. Quienes más sufren de este tipo de violencia son los integrantes más vulnerables del hogar: las y los niños y, fundamentalmente, las mujeres.
Si pensamos la violencia en el ámbito comunitario, al reducir la densidad poblacional en el espacio público, se reduce la posibilidad del delito y del acoso, pero, por otro lado, el confinamiento hace que mucha gente no pueda ganar su sustento, lo cual pudiera generar otro tipo de conflictos en el futuro.
En ese sentido, la pandemia abre la posibilidad para repensar la fortaleza y afectividad de nuestras relaciones, tanto al interior de la familia como en el espacio público, con nuestros conciudadanos. Este tiempo de confinamiento e incertidumbre, es a la vez una gran oportunidad para repensar cómo reconstruir el tejido social tan dañado en los últimos 15, 20 años.
¿Qué clase de padres, madres, hijas, hermanos queremos ser? ¿Cómo repensamos la relación con nuestros vecinos? ¿Queremos construir una relación más igualitaria desde una postura de mayor responsabilidad por nuestros actos o preferimos evitar asumir las consecuencias de lo que hacemos? ¿Hasta qué punto es posible vivir con bienestar y de forma segura, si buscamos aprovecharnos de lo común sin asumir los costos particulares de la convivencia? Creo que es necesario repensar nuestro papel como vecinos para vincularnos de una manera más respetuosa y así, cuando salgamos del confinamiento, el espacio público no sea un botín a ser capturado, sino un lugar en el que podamos convivir.
Para ello creo, el liderazgo y compromiso de ciertos actores –civiles, comunitarios, medios de comunicación, empresarios, líderes públicos- resulta indispensable. Lamentablemente, muchos de ellos, desde una lugar privilegiado, no están demasiado acostumbrados a vivir lo público. Lo público tiende a ser considerado lo congestionado, lo masivo, lo de mala calidad, y el privilegio es, justamente, poder evitarlo. Necesitamos del compromiso de estos actores para extender y mejorar la calidad de lo público (el espacio, el transporte, las instituciones educativas, de salud), y de esa manera, mejorar la sociedad. Pero si lo público es algo que ellos no experimentan, será difícil que suceda.
Hay otros actores, dedicados al diseño y facilitación de esfuerzos de construcción de paz (a nivel comunitario en particular), que generan un aporte muy valioso al hacer posible un diálogo intercultural e interclasista, para favorecer la convivencia y la resolución pacífica de conflictos. Dado que México es un país donde las desigualdades socioeconómicas se combinan con diferencias culturales, étnicas y con una segregación territorial muy fuerte, es necesario construir pisos comunes que favorezcan el reconocimiento, y la empatía con realidades sociales diferentes a las nuestras. Los esfuerzos de muchas organizaciones civiles y empresariales han rendido y están rindiendo frutos en este plano.
Las metodologías que facilitan el diálogo, como los círculos de paz, o las juntas restaurativas, que son versátiles y pueden ser aplicadas a la resolución de necesidades sociales diversas, son -y pueden ser aún más- un factor muy efectivo de cambio social.