Opinión de Mara Hernández Estrada
La pandemia ha generado diversas formas de comportamiento en el sector empresarial. Están las empresas reactivas, que se han subido al ring y también, las que han aportado a la reflexión. Me parece que el Consejo Coordinador Empresarial ha hecho un esfuerzo interesante por propiciar la interlocución. Lo que se le olvida al presidente es que el sector empresarial es heterogéneo y creo que él tendría que buscar, dentro de ese sector, a quienes sí pueden construir alguna salida a lo que estamos viviendo. Aunque se entiende que muchas empresas estarán más ocupadas en ahorrar dinero por las pérdidas que se han presentado en estos momentos, es necesario recordarles —y esto lo trabajo en mis talleres— que en la medida en que tomen en cuenta a los otros, será menos probable que esos otros les quieran hacer la vida difícil, y lo digo en términos de los conflictos por venir.
Para ello, podemos avanzar en el desarrollo de capacidades, aprovechando el tiempo que nos da el encierro y la manera de hacerlo en línea. Ahora se hace difícil trabajar con el enfoque de “acción sin daño”, pues la metodología requiere ir a territorio, pero se puede hacer coaching en línea y trabajar con procesos que transformen las dinámicas de confrontación en dinámicas colaborativas.
Estamos condicionados a ver el conflicto como algo negativo, pero en realidad es inevitable, natural y hasta necesario. Varios teóricos han hablado del conflicto como el motor del cambio social. En América Latina hemos adoptado la idea de que nos debe dar miedo el conflicto, pero en realidad lo que se debe hacer es buscar las formas de evitar la violencia.
En construcción de paz es necesario subrayar la diferencia entre conflicto y violencia. El conflicto no necesariamente genera violencia, pero muchas veces el conflicto que vemos es el resultado de la violencia que no se veía, es decir, la violencia invisible, la violencia cultural o la violencia estructural.
En conflictos socioambientales hay mucha violencia cultural y estructural. Hay que ver que los megaproyectos, como una presa o una mina (que, por cierto, siguen trabajando a pesar del coronavirus), atraviesan comunidades que arrastran enormes grados de marginación en muchos sentidos.
La violencia cultural se manifiesta en el desprecio que la gente con poder siente hacia las personas que tienen una condición de desventaja económica, que pertenecen a alguna etnia o que son mujeres, por ejemplo, y la violencia estructural se puede ver en los jóvenes que enfrentan una mayor probabilidad de morir por el hecho de ser jóvenes y tener poca educación. Esas son justo las violencias que normlizamos. Entonces, el conflicto —que es el que vemos— es el resultado de ese cúmulo de violencias invisibles, así que es con éstas con las que debemos trabajar.
Si queremos intervenir en procesos socioambientales y construir dinámicas de relacionamiento de fondo sostenible, hay que enfocarnos en lo que, quienes trabajamos en construcción de paz, llamamos transformación de los conflictos.
Así, en cualquier proyecto que incide sobre el aprovechamiento y distribución de los recursos en los territorios, lo más importante es buscar que los actores involucrados den prioridad a la prevención y reducción de la violencia, pero esto implica saber qué pasa en el territorio, quiénes están involucrados en la problemática y cuáles son los elementos que generan tensión, pero también, cuáles son las cosas que unen a la comunidad. Entonces, en una lógica de prevención y reducción de la violencia, nos aseguramos, bajo un principio de acción sin daño, que los impactos no incidan de manera negativa sobre el contexto del conflicto.