En diciembre de 2019 estalló en la ciudad de Wuhan, China, una neumonía primaria atípica (viral) altamente contagiosa que, a inicios del 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) denominó SARSCoV-2, enfermedad por coronavirus 2019 (COVID-19). El 30 de enero, el Comité de Emergencia de la OMS declaró al problema como una emergencia sanitaria de preocupación internacional, basado en las notificaciones de crecientes tasas de contagio en ubicaciones chinas e internacionales. Para mediados de febrero, China soportaba una gran carga de morbilidad y mortalidad, mientras el brote se extendía a muchos otros países asiáticos, europeos y americanos principalmente.
Así, ante los niveles alarmantes de propagación y gravedad, a principios de marzo el organismo internacional determinó al COVID-19 una pandemia, y ante la emergencia sanitaria una nueva crisis planetaria se sumó a la actual crisis socioambiental de la humanidad, que como nunca, nos ha revelado la complejidad de nuestro mundo humano en la interdependencia entre la salud, lo ambiental, lo económico y lo social. El problema principal es claramente la salud, pero la COVID-19 está enredada dentro de una dimensión humano-ambiental de naturaleza multiescalar que se manifiesta en innumerables interacciones y retroalimentaciones entre los diversos componentes de las sociedades y los individuos con su entorno.
Las medidas preventivas adoptadas en todo el mundo están afectando a las escuelas, las reuniones sociales, frenando el comercio, inmovilizando los buques de carga y de pasajeros, limitando los viajes internacionales, bloqueando los productos de exportación de China, reduciendo el consumo de combustible, desencadenando una crisis entre los países productores de petróleo, provocando caídas en el mercado de valores y empezando a provocar una crisis económica en una economía mundial ya de por sí desgastada.
La puerta de entrada del coronavirus es la destrucción de la naturaleza
La naturaleza es crucial para nuestra propia supervivencia, proporciona nuestro oxígeno, regula nuestros patrones climáticos, poliniza nuestros cultivos, purifica nuestra agua, produce nuestros alimentos y proporciona nuestras materias primas. Pero las actividades humanas, que hoy tenemos en pausa, han alterado casi el 75% de la superficie terrestre, sitiando la vida silvestre en un rincón cada vez más pequeño del planeta[1].
A medida que continuamos con la destrucción de la naturaleza, aumenta el contacto entre los humanos y las especies portadoras de infecciones. La deforestación, el tráfico ilegal de especies y la producción intensiva de alimentos son algunos de los factores asociados al aumento de las enfermedades zoonóticas[2]. El Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) y el Síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS) y otras enfermedades virales aparecieron en las décadas recientes como preludio de esta pandemia[3]. Genéticamente, el actual coronavirus COVID-19 es muy similar al coronavirus responsable del brote de SARS en 2003. Ambos virus parecen haberse transmitido desde los murciélagos a través de huéspedes animales intermedios y hacia humanos. Es probable que la pandemia actual se haya originado en el mercado de animales de Wuhan, ya que los datos genéticos muestran que su origen fue posiblemente un murciélago o un pangolín, ambas especies frecuentemente consumidas en Wuhan y todos los mercados de vida silvestre en China, Vietnam y otros países asiáticos.
El tráfico de especies, que incluye animales y plantas, es uno de los negocios ilícitos más dañinos y rentables del mundo, equiparable con el tráfico de armas y de drogas. El inmenso gusto de China y otras sociedades asiáticas por los animales exóticos ha promovido un crecimiento exponencial del comercio ilegal y aunque los mercados asiáticos son casi los únicos lugares en el planeta donde la fauna exótica se consume como alimento y medicina en tales cantidades, el comercio para consumo también es muy alto en África y el de mascotas es enorme en América y Europa. La Organización de las Naciones Unidas calcula que el tráfico de especies protegidas mueve entre 8 mil y 10 mil millones de dólares al año[4]. Así, la causa de que varios coronavirus hayan brincado de animales silvestres al humano en las últimas dos décadas se debe básicamente a la destrucción de los ambientes naturales y al tráfico y consumo de animales silvestres.
Los efectos de la epidemia sobre el planeta
Desde su entrada potencial en la población humana a través de la interacción con animales salvajes hasta su difusión en todo el planeta, la enfermedad por COVID-19 ha provocado más de cinco millones de contagios y casi de 340 mil muertes a nivel global, de acuerdo con Centro de recursos de coronavirus de la Universidad Johns Hopkins[5]. Con ello, la expansión del virus ha frenado el curso normal de los días y paralizado la actividad productiva e industrial en todo el mundo. Pero, más allá de los efectos drásticos en la salud y la economía, se pueden enumerar una serie de consecuencias en otros ámbitos.
Las diversas medidas para la contención del coronavirus implementadas por los países han disminuido notablemente las emisiones de CO2 y de contaminantes atmosféricos, mejorando la calidad del aire y registrando una menor contaminación auditiva. Satélites de monitoreo de contaminación de la NASA y la Agencia Espacial Europea (ESA) han publicado imágenes que evidencian la contaminación ambiental con una reducción del 6% a nivel global.
No obstante, el freno de la actividad industrial no es el único factor que provocó consecuencias en los niveles de contaminación ambiental. A partir del cierre de las fronteras de la mayoría de los países se redujeron drásticamente los vuelos y con ello disminuyó la contaminación que generan los aviones. La página Flightradar, que recolecta información sobre el tráfico aéreo en el mundo, registró una reducción del 75% de los vuelos. El transporte aéreo contribuye al calentamiento global con un 5% de la contaminación total en el mundo proveniente de los aviones, que, al quemar combustible producen gases de efecto invernadero.
Sin embargo, la evidencia de que ante el freno de todas las actividades se puede ver una baja en los niveles de contaminación, hay que tener presente que estos efectos son a corto plazo, y que incluso de alguna manera son el reflejo de consecuencias desastrosas y dificultades inimaginables que se han venido a sumar a la actual crisis socioambiental de la humanidad. Bajo ningún punto de vista, estos impactos temporales son una solución para frenar el cambio climático. Todos estos efectos positivos son temporales y obedecen a la desaceleración económica y al sufrimiento humano, ha advertido Inger Andersen, directora ejecutiva del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). De hecho, se espera que la pandemia además de las consecuencias económicas y sociales profundas y duraderas que está dejando en todos los rincones del mundo, también tenga como resultado un aumento vertiginoso de los desechos peligrosos como los equipos de protección personal, los productos electrónicos y farmacéuticos, millones de litros de aguas residuales y el uso masivo de detergentes, desinfectantes y soluciones antimicrobianas[6]. Por lo que esta pandemia por COVID-19 ha de verse como la necesidad de construir una economía más sostenible que funcione tanto para las personas como para el planeta.
Construir un mundo diferente
Lejos de lo que algunos optimistas puedan pensar, la COVID-19 no proporciona un «lado positivo» para el medio ambiente, pero sí proporciona el ímpetu para revisar nuestra relación con la naturaleza y construir una mejor relación[7]. La pandemia ha expuesto muchas fragilidades en nuestras economías y ha profundizado las desigualdades existentes, al tiempo que destaca la necesidad de resiliencia, innovación y cooperación. Esta crisis es un recordatorio de que existen interconexiones muy complejas entre nuestra salud, nuestras actividades y nuestro medio ambiente. Ante la pregunta de ¿Cómo podemos salir de la crisis actual más fuertes y resistentes que nunca?, la respuesta, sin duda, debe de incluir la elección de políticas y acciones que integren la relación naturaleza-sociedad.
Ahora que se reavivan las economías, es el momento adecuado para compensar las omisiones pasadas y reconstruirlas de una manera que tengan en cuenta el verdadero valor de la naturaleza[8]. Los gobiernos deben responder a la crisis de COVID-19 tomando decisiones de política e inversión que también aborden crisis como la contaminación del aire y la emergencia climática. No debemos olvidar que la actual pandemia es un recordatorio de que no somos tan dueños absolutos del planeta como pensábamos. Recordando a Harrison Ford en su comparecencia en la Global Climate Action Summit de 2018 en San Francisco, California “la naturaleza no nos necesita, nosotros necesitamos a la naturaleza”.
[1] WWF. 2018. Living Planet Report – 2018: Aiming Higher. Grooten, M. and Almond, R.E.A.(Eds). WWF, Gland, Switzerland.
[2] Las enfermedades zoonóticas son un grupo de enfermedades infecciosas que se transmiten de forma natural de los animales a los seres humanos. El mayor riesgo de transmisión de enfermedades zoonóticas se produce en la interfaz entre el ser humano y los animales a través de la exposición directa o indirecta a los animales, los productos derivados de estos o su entorno.
[3] Wallace, R. (2016). Big farms make big flu: dispatches on influenza, agribusiness, and the nature of science. NYU Press.
[4] Cooney, R., Roe, D., Dublin, H. and Booker, F. (2018) Wild life, Wild Livelihoods: Involving Communities in Sustainable Wildlife Management and Combatting the Illegal Wildlife Trade. United Nations Environment Programme, Nairobi, Kenya.
[5] https://coronavirus.jhu.edu/ Actualizado el 22 de mayo de 2018.
[6] UNEP. 2018. Working with the Environment to Protect People UNEP’s COVID-19 Response. Unep.orgcovid-19-updates.
[7] ibíd.
[8] Nature 581, 119 (2020).