La casa común no tiene fronteras
La casa nos protege y protegemos a los de casa. Buscamos el bienestar de los que la habitan, empatizamos con sus alegrías y sus pesares. Lo que está afuera de la casa es ajeno, cuando algo es de casa lo cobijamos. La delimitación de la casa no es una línea definida y única. Casa es donde habita uno, pero se puede extender a las áreas aledañas, algunas de ellas comunes. A nadie le gusta abrir la puerta y hallar basura u otros elementos incómodos. La casa se puede extender a la colonia, a la ciudad, al país, al planeta entero. Dicha delimitación depende de qué tanto nos importa lo que está lejos de nosotros. Generalmente lo que está más lejos no lo consideramos propio.
La humanidad nos hemos empeñado en alejar lo que nos es incómodo, alejarlo de casa. Inventamos sistemas de drenaje, de recolección de basura, para que, apretando solo un botón o empaquetando nuestros desechos, se vayan lejos. Todas y todos sabemos que los desechos causan problemas pero si no los vemos no lo sentimos. Corazón que no ve, corazón que no siente.
Queremos aparatos tecnológicos, ropa, alimentos, pero no queremos saber su origen. (Casi) todas y todos sufrimos si el medio ambiente se contamina, si las personas que fabrican nuestras cosas trabajan y viven en malas condiciones, pero no lo queremos saber, sabemos que está ahí, pero nos cubrimos los ojos, para no saber. Por eso lo queremos lejos, porque si estuvieran en nuestra casa, sería insoportable. Por lo anterior el término casa común es de total relevancia, cuando la casa se vuelve el mundo, cuando en nuestra casa habitan todos los seres vivos, gozamos y sufrimos con ellos, procuramos su bienestar.
De manera aparentemente contradictoria a esta última idea, Garret Hardin muestra que un recurso de acceso libre y común está condenado a su sobreexplotación y eventual desaparición (Hardin, 2009). El autor expone su lógica ejemplificando un pastizal común y de acceso libre, en el que cada campesino es consciente de que un exceso de carga de ganado provocará la degradación del pastizal, pero también sabe que si mete una vaca más a comer obtendrá toda la ganancia que le genere esta. Por el contrario, aun sabiendo que el exceso de ganado genera pérdidas sociales, solo enfrentará una fracción de dicha pérdida. Por tanto, decide meter todas las vacas posibles, y todos los demás hacen lo mismo provocando una tragedia de los comunes.
Con este planteamiento, parece que lo común nos condena a la ruina, y es un excelente argumento para defender la propiedad
privada y lo individual. Si fraccionamos el mundo en lotes individuales cada uno procurará su bienestar propio y se obtendrá el máximo bienestar social. No obstante, en el mundo hay cosas que no pueden ser fraccionadas, incluso dentro de los propios edificios existen áreas comunes (las cuales frecuentemente son fuente de conflicto). El propio ser humano reconoce que hay cosas que no pueden
ser fraccionadas, los bienes y servicios públicos difícilmente pueden ser partidos, es más eficiente muchas veces dotarlos de manera común.
En un sentido más amplio, los ecosistemas difícilmente pueden ser fraccionados, pues son sistemas complejos cuyo buen
funcionamiento depende de su integridad. Piense en un motor que queremos que funcione solo manteniendo impecable una de sus partes. El gran problema medioambiental que estamos viviendo proviene justamente de haber querido abstraernos del mundo natural, de establecer una frontera entre lo natural y lo humano, y de a su vez, fragmentar el entorno natural, concebir ríos como entes
independientes a un sistema, de quemar combustibles en exceso sin tener en cuenta los límites de asimilación de la atmósfera. La especialización eleva la eficiencia, pero no dice nada sobre los límites de la tierra.
Afortunadamente, Elinor Ostrom mostró que la tragedia de los comunes se puede evitar con la presencia de instituciones en las que participen los usuarios del recurso de uso común. La autora halló este resultado en un conjunto de casos de comunidades pequeñas (entre 50 y 15,000 personas) en las que existía un recurso de uso común y la cooperación entre sus miembros a través de instituciones impidió la tragedia predicha por Hardin (Ostrom, 1990). El resultado de Ostrom como comunidades que actúan como organismos únicos, en el que los miembros se preocupan unos por otros y, por tanto, desarrollan mecanismos (instituciones) que preservan todo el sistema. En este sentido, Ostrom nos habla de comunidades que desarrollaron una casa común, en la que unos están atentos de los otros.
Cabe señalar que una gran dificultad para extrapolar el resultado esperanzador de Ostrom es la escala. Como se mencionó con anterioridad, los casos que analizó corresponden a pequeñas comunidades, por tanto, la gran interrogante es cómo magnificar el sentido de comunidad en grandes ciudades (donde habitan tres terceras partes de las personas) y países. Es un gran reto que no tiene respuesta única; sin embargo, hay algunas ideas. Por ejemplo, se ha mostrado que los huertos urbanos tienen un efecto positivo sobre la cohesión social (Gómez-Baggethun & Barton, 2013) y en general, el espacio público tiene el potencial de unir a las personas. La desaparición de clases, la promoción de la diversidad en sus múltiples expresiones, el contacto con el entorno natural, y en el límite, la desaparición total de fronteras físicas y psicológicas es la forma en que la humanidad puede establecer una casa común, en la que todas y todos somos miembros.
Referencias
Gómez-Baggethun, E., & Barton, D. N. (2013). Classifying and valuing ecosystem services for urban planning. Ecological economics, 86, 235-245.
Hardin, G. (2009). The Tragedy of the Commons. Journal of Natural Resources Policy Research, 1(3), 243-253.
Ostrom, E. (1990). Governing the commons: The evolution of institutions for collective action. Cambridge university press.